“Te veo”
Juan 1, 29-34
Por José Ramón Ruiz Villamor Sacerdote (miembro de CSJ)
«El día que Cleofás, triste y malhumorado, decidió irse de Jerusalén era domingo.
No era un domingo cualquiera. Era el primer Domingo de la historia de la humanidad.
Pero eso, Cleofás aún no lo sabía.
Para él era un “primer día de la semana” más y era un día nefasto. Hacía tres días que habían crucificado todas sus esperanzas y ahora yacían sepultadas en una tumba con olor a derrota.
Así que cuando uno de sus amigos le confirmó que le acompañaría en el camino hacia Emaús, no esperó más.
Esperaba que las tres horas que les llevaría andar el trayecto le permitieran ir dando la espalda a tres años tan sorprendentes e ilusionantes. Necesitaba apaciguar el dolor intenso que ahora agarrotaba su corazón.
Ni siquiera el mensaje esperanzador que en aquella mañana de “domingo” había oído a María la de Magdala, le había serenado. El semblante sonriente que la Magdalena traslucía, cuando al amanecer volvió del sepulcro, solo lo había desarmado aún más. Así que tampoco la franqueza de Pedro y la hondura de Juan le habían convencido que mereciese la pena esperar más.
«Ha resucitado» le insistían.
“¿Resurrección?, ¿Qué resurrección puede anular la cruel realidad de la crucifixión?”, se barruntaba Cleofás. “¡Al diablo con todo!”»
Una vez guardados los adornos de la Navidad y pateando los primeros pasos del sinuoso sendero que cada nuevo año acarrea el día a día, he querido ambientar, con esta anécdota, lo que la liturgia propone hoy con este trozo de evangelio de Juan:
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo:
«He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
“Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”.
Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
Para la liturgia estamos en un “domingo de transición”. Por lo que con este texto pretende engarzar con fuerza el mensaje del domingo pasado con la importancia de lo que significarán los comienzos de la vida pública de Jesús.
Así, a partir del próximo domingo, el evangelista Mateo nos irá invitando a compartir vida y mesa con Jesús.
De ahí que me parezca elocuente la experiencia de los dos seguidores de Jesús en su camino a Emaús.
Nos injerta bien en lo que, creo, el evangelista Juan desea trasmitir cuando trascribe “Este es el Cordero de Dios”.
Y es que cada trazo de los evangelios se empeña en trasmitir que los andares de Jesús y los de cada ser humano, tus andares o los míos se entrelazan como las vidas de un bebé y de su madre.
Observa qué ocurre con Cleofás y su compañero de camino a Emaús. Cómo, al atardecer de un día cargado de desesperanza, aquél forastero que se les había añadido durante el trayecto, tiene un gesto que lo transforma todo.
Toma el pan y entreverando bendición y agradecimiento lo parte y se lo reparte.
Ese gesto es tan sencillo como inconfundible.
Es un gesto que Jesús había repetido cada vez que se habían sentado a compartir las vivencias del día.
No era un partir el pan cualquiera. El modo de tomar el pan, su expresión de las manos, de la mirada, su presencia de ánimo, todo ello colaboraba en percibir un intenso momento de agradecimiento por ese pan y de bendición a la Vida y por la vida.
Todos los que acompañaban a Jesús habían trasformado ese gesto en su seña de identidad.
Era un momento personal, especial, grato, pleno de significado. Estaba preñado todo él del ser y la persona de Jesús.
Y al partirlo por última vez, cuatro días atrás, había afirmado “Este pan es mi cuerpo para la vida de la humanidad”.
En esa fracción del pan el corazón de Cleofás lo reconoce. Como, al amanecer de aquel Domingo, la Magdalena lo vivió resucitado al sentirse se llamada y querida como siempre, como nunca, por “el hortelano”.
La vivencia de Cleofás es tan clara, tan nítida, tan palpable que a partir de ese momento la Resurrección es para él una hermosa locura que transforma su vida. Cleofás “ve”.
Mi deseo para ti y para mi es que en este nuevo año nuestro corazón pueda “ver” un poco más a quien se esconde tras “El cordero de Dios” y así vislumbrar cómo con cada jornada enriquecemos nuestra experiencia de Resucitados.