Quien anda por la mar, aprende a rezar
Marcos 4, 35-41
Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)
En la época bíblica Rahab era el ángel de la insolencia y el orgullo, responsable de agitar las aguas y producir las olas y las tempestades del mar. Por eso, Marcos, cuando narra lo sucedido observa cómo los de la barca embestida por la tormenta pasan de tener pánico al mar embravecido a temer a Jesús. Y es que tenían claro que solo Yahvé domeña el orgullo del mar, y cuando sus olas se encrespan, las reprime (salmo 89,10). Solo Él puede con los elementos.
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre su cabezal.
Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!».
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: « ¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!».
También yo confío que Jesús gobierne mi ruta desde la popa de mi barca.
Y en cambio creo verlo plácidamente dormido cuando el mar de la vida me zarandea con ímpetu.
Así, cada travesía pone a prueba mi fe porque es tormentoso dejar la ribera de mis seguridades, alejarme de las personas que hacen parte de mi cultura, de mis creencias y navegar hacia un mundo distinto, el mundo de los otros; y dirigirme a la otra orilla, como desea Jesús.
Durante el trayecto entra el vértigo. Y no solo por surcar cada día lo desconocido. Sino por la inmensidad que nos envuelve, por la incapacidad de controlar mi vida.
Hasta el punto de que terminamos temiendo a Jesús. Tememos su inmensidad.
Y, con cierta lógica, deseamos poder adueñarnos del timón de nuestra vida; anhelamos vivir la serenidad y la seguridad en nuestra familia y soñar con proyectos de futuro.
Pero atisbamos que no es así. Y nos entra la congoja. Incluso Dios nos da miedo.
Es curioso que ante eso, en ese mar agitado de incertidumbre, siempre resuena en nuestro interior la pregunta de Jesús « ¿Por qué tienes miedo? ¿Aún no tienes fe?». Y te calas hasta los huesos.
La sugerencia es que puedas otear el horizonte más allá de la tormenta y dejar que Él transfigure tus miedos en asombro. Sí, el asombro es la posibilidad de ver la realidad tal cual es y dejar paso a la admiración y a la maravilla.
Cambiar el miedo por el asombro es reconocer la realidad de Dios y la mía y vivir la serenidad.
Es andar con autenticidad la senda de la fe.
Me encanta el mensaje del libro Job:
El Señor habló a Job desde la tormenta:
«¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le puse nubes por mantillas y nubes tormentosas por pañales, cuando le establecí un límite poniendo puertas y cerrojos, y le dije: “Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”?».
Qué fantástica imaginación, la del escritor bíblico, al bosquejar al mar como un bebé que, en brazos de Dios, se va serenando mientras lo cambia y lo envuelve con su mantilla de nubes…
¡Al indomable e inmenso mar!
Sabemos que el miedo es problemático. Nos atenaza, nos cierra y nos aísla. Sobre todo nos dificulta ir más allá de nuestro entorno y adentrarnos en la aventura de la vida.
Obstruye nuestro desarrollo y malogra nuestro proyecto de ser persona.
Por eso, es maravilloso vislumbrar la vida como una singladura que estamos dispuestos a surcar. Aún siendo realistas sobre la inmensidad del océano que nos rodea y también de nuestra debilidad.
El asombro nos ayuda a descubrir en los ojos que nos contemplan la mirada amorosa de esos brazos cariñosos que también nos acogen, y trocar nuestro miedo en serenidad, nuestro desespere en ilusión.
Navegar así la vida no es surcar mares desconocidos, es sencillamente aprender a adentrarse en la inmensidad de Dios.
Se lo oí expresar, muy vivencialmente, a una madre después de acompañar a su bebé a dar sus primeros pasos valientes y dejar que caminara hacia ella: “llegó a mi alma y a mi corazón y ahí se quedó”