VII Pascua – Ayuda a otros a florecer contigo

Ayuda a otros a florecer contigo

Marcos 16, 15-20

Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)

Aunque es difícil encontrar palabras que describan en qué consista el amor, casi siempre resulta más espontáneo comunicar qué supone la vivencia del amor en nuestra vida

Esa vivencia del amor que se renueva, cada día empieza con el esfuerzo de aceptarnos a nosotros mismos. Con ese simple truco permitimos que nuestro corazón se abra y acepte la historia de las personas con las que nos relacionamos. El fabuloso resultado de ello es que también nos agrada reconocer el valor de su forma de entender la vida, sus creencias y valores.

Así, vivir en el amor se parece un poco a lo que ocurre con la cerilla: necesita del roce para que se encienda la llama. Necesita del compartir para que se produzca la luz. Y cuando eso ocurre la persona, como la cerilla, se sacrifica para iluminar la vida de los que la rodean.

Algo así ocurre a quien acepta la invitación de Jesús a recorrer la aventura de descubrir el propio mundo interior. Vivir esa aventura y tomar consciencia de nosotros mismos a la luz del amor es reconocer la belleza que hay dentro de ti y admirar la que encuentras en las personas a tu alrededor.

Eso es lo que hace 2000 años un grupo de hombres y mujeres experimentaron, al tiempo que compartieron su vida con Jesús.

De aquella aventura, a ti y a mí, hoy, nos queda una propuesta que respira autenticidad: permitir que mi experiencia se abra al amor que transforma; superar los miedos que me impiden reconocer que la relación con Dios es relación de amor; creer en que esa relación sea ilusionante; vislumbrar que mi realidad y mi vocación son más grandes de lo que pueda siquiera intuir; abrir los ojos a las personas que necesitan mi apoyo; empujar la esperanza de cada persona que cree y se esfuerza por cultivar el amor.

Posiblemente estos sean parte de los sentimientos que Jesús desee trasmitir cuando el evangelio de Marcos 16, 15-20 cuenta:

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Este trozo de evangelio describe aquel día que hoy celebramos como “día de la Ascensión”. En él retumba la recomendación de Jesús, al irse, “haced discípulos”.

Con ella se transparenta el corazón de Dios que trasmite “deseo que os sintáis amados y os améis; os pido que hagáis de esta tierra el hogar de la humanidad; vivid el amor para trasformar el mal en vida”.

Aquellos primeros seguidores de Jesús vieron cómo su relación con Jesús implicaba su propia transformación. Les costó mucho aceptar con serenidad el modo en el que ellos mismos entendían la presencia del maestro. Y solo cuando la intensa experiencia de la Resurrección se entrelazó con su propio interior, contemplaron cómo su vida nueva tenía un presente y, sin duda, un futuro.

Un futuro compartido con cada persona que desea invertir la vida en un proyecto de amor.

Pablo de Tarso lo expresa muy bien en el cap. 4 de la carta que escribe a los Efesios: “Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida (…), renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios”

Recuerdo el día de mi ordenación. Después de que el obispo me impusiera las manos el sacerdote viene revestido con la estola y la casulla.

Para ese sencillo gesto cada sacerdote elige una persona cercana y significativa.

Quise que fuera mi madre. Deseaba agradecerle su vocación de madre conmigo y el sacrificio de dejar que su hijo se alejara físicamente de su vida. Pero, como ocurre con cada momento donde se expresa con sencillez el amor, con ese pequeño gesto quise manifestar que la vocación de mi madre pasaba a mí, esa misteriosa, enorme y divina vocación de ser persona que lleva vida y transmite vida.

Eso es lo que yo entiendo con “id y haced discípulos en el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu”.

Gracias a cada persona que, al amar, construye humanidad.

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