Me resulta más sencillo comprender la relación con Dios al evocar la que tenía con mi madre. La recuerdo estricta y protectora, pero sobre todo, permanece en mi la sensación de sentir que ella me conociera tan a fondo que alimentara mi deseos de ser mejor.
Este paralelismo entre ambos, a la vez que me ayuda a desenmarañar cómo sea el alma de ella, me va componiendo que así pueda vivir la amistad con Dios.
Mi vocación de sacerdote añade a esta vivencia un tinte particular, un sentimiento que se parece un poco al que refleja Jeremías, cuando al sentirse llamado a ejercer de profeta escribe “Desde antes que nacieras, te elegí” (Jeremías 1,5).
Así, cuando contemplo, en las aventuras de mi juventud, los encuentros y desacuerdos con mi madre, observo sorprendido cómo aquellas huellas andan las mismas veredas que las que Dios va tejiendo en mi vida.
Y voy barruntando que ella y Él repartan el mismo tipo de juego en la partida de mi existencia.
Al leer el texto del evangelio de hoy, a la vez que manan en mí estos sentimientos, me entra la sospecha de cómo Jesús haga conmigo lo mismo que urdía mi madre, aprovechando la ventaja de que me conocía de antes que yo naciese.
Ella, dejando aparte algún episodio de diestro manejo de la zapatilla, me ganaba casi siempre por la mano. Como creo lo hace Dios y cómo, por evangelios como el de hoy, pienso lo siga haciendo Jesús.
Antes de seguir, te ruego leas este trozo del evangelio de Marcos.
Me he permitido evidenciar en negrita algunas expresiones que, traducidas así, pienso se acerquen mejor al espíritu del texto original.
Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está ya aquí el reino de Dios. Convertíos y dad créditoa la Buena Nueva». Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Sed mis discípulos y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de él.
Te he contado estas cosas porque me llama la atención que Jesús sea realmente impositivo y convincente cuando dice “Ven en pos de mi” o en mi traducción, “Sé mi discípulo”.
Y es que siempre he pensado que el Evangelio sea una propuesta de vida, en la que prima la libertad.
Así lo presentaba el evangelista Juan el domingo pasado, “Ven y Verás”.
En cambio, en este texto, Marcos nos pinta a un Jesús que, en un tono sorprendente y decidido como recuerdo lo hacía mi madre conmigo, gana por la mano primero a Simón y a su hermano Andrés, y luego a Santiago y a su hermano Juan.
¿Qué puede provocar que los cuatro dejen, de sopetón, lo que están haciendo, junto a su padre, y se vayan con Jesús? Que la invitación, lo que van a ver, lo que esperan vivir merezca la pena. Marcos lo dice bien: Se ha cumplido el tiempo y está ya aquí el reino de Dios. Hay una gran diferencia entre ver la vida desde la barrera y echarse al ruedo.
Así, por ejemplo, el día que llega la esperada vida nueva te transforma y cuando esa sorprendente vida te llama padre o madre, te cambia tan a fondo que ya te es imposible dejar de implicarte en ella.
Lo expresa muy bien Abrahán Lincoln en una famosa expresión: “El compromiso es lo que convierte una promesa en realidad”.
Pero fíjate que no pienso que este trozo de Evangelio sea tanto una llamada a la responsabilidad o una decidida invitación al compromiso.
Estoy más convencido que sea una invitación a ver la vida de otro modo. A provocar algo parecido a lo que ocurre en el corazón de una persona cuando se siente padre o madre. Pero porque lo quieres, aunque no tengas hijos, no porque la vida te lo imponga.
Intento explicarme: hasta que mi madre murió me gustaba vivir la independencia sabiendo que siempre estaba ella; me sentía seguro; me gustaba mi libertad; vivía la alegría; siempre había un futuro.
Desde el momento que me sentí huérfano mi perspectiva de la vida cambió; siento una necesidad de protección. Y más con los años.
Pienso que Jesús, en este trozo de evangelio, se comporta pensando en ambas situaciones, pero ahora, en mis circunstancias actuales, creo entenderlo más y mejor.
Sí, creo percibir porque él anima, o mejor, empuja a salir del propio espacio de seguridad, a no temer encontrarse con otras personas.
Y me hago la idea que, en ese terreno de juego, Él piense que yo pueda jugar con autenticidad la partida de mi vida.
Así entiendo su propuesta de seguirle y por qué creo, que también Él, me termine ganado por la mano. En ella va escondida la respuesta a ese misterio tan antiguo como la humanidad: el que te hace ver dónde se encuentra la barrera que separa a Dios de cada persona.
También entiendo un poco más a San José. Comprendo el valor de su presencia en la vida de Jesús y me hago la idea de que esas expresiones, “Ven y Verás”, “Tú ven y Sígueme”, tan naturales y convincentes en Jesús de Nazaret las haya aprendido de su Padre José.
Así que, en estos tiempos, estoy rumiando el sentido de ese otro mensaje: No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. (Mateo 23, 9).