La luz del corazón
Juan 3, 14-21
Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».
El diálogo entre Jesús y Nicodemo supone una de las cumbres más felices de la reflexión teológica del Cristianismo.
El mensaje de Jesús es muy sencillo en su enunciado:
- No he venido para condenar. La condena depende de cada uno, de su voluntad de acercarse a la luz.
- Yo soy la luz
La complejidad radica en la resonancia que este mensaje tiene en la experiencia personal.
Pienso, por ejemplo, en el deseo de cada madre.
Ella sabe que sus hijos tomarán las decisiones adecuadas en la medida que su propio corazón reviva las enseñanzas que, como lluvia fina, va impregnando.
Nunca será capaz de juzgar a sus hijos por los errores que cometan.
Mas, en su vocación de madre, sabe que sus enseñanzas tendrán éxito si ellos deciden utilizarlas para iluminar su propio camino.
Es posible que, cuando Juan escribe este texto, el Templo de Herodes ya ha sido destruido. En cambio, en los días de Jesús, con ese sorprendente Templo recién construido, las celebraciones hebreas emanaban un brillo especial.
Así ocurría con la fiesta de los Tabernáculos o de las Cabañas.
Desde el primer día de la Festividad, después de la ceremonia de verter agua, al anochecer, se colocaban cuatro candelabros dorados enormes en el atrio del Templo, también conocido como el atrio de las mujeres, donde Jesús observó a la viuda que echaba la ofrenda.
Las velas de los candelabros medían casi 23 metros de altura.
La luz de estas lámparas iluminaba todo Jerusalén
Con este trasfondo vivencial, no le debía resultar difícil a Nicodemo identificar las actitudes a las que se refería Jesús cuando le dice:
Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
Debía ser muy hermoso aquel ambiente festivo y familiar; y bailar jubilosos con antorchas encendidas; y alrededor de aquellas sorprendentes luminarias, entonar himnos y cantos de alabanza a Dios.
Nicodemo, desde pequeño, había mamado cómo aquellas enormes velas recordaban a la columna de fuego que había guiado a su pueblo en su peregrinar por el desierto.
Aquella luz que todo lo iluminaba desde el Templo indicaba la presencia, la protección y la dirección de Dios. Nicodemo se asombra al comprender que, ahora, esa vocación protectora la asume el propio Jesús.
En Jesús, esta luminosidad no es mágica. La alimenta el mismo amor que impulsa a cada madre y cada padre a gastarse:
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
La naturaleza de ese amor la describirá el propio Juan en el trozo de evangelio del próximo domingo (Juan 12, 20-33):
En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará.
Deseo que observes cómo el Jesús del evangelio de Juan no se deja dar muerte de cualquier manera.
Lo cierto es que, aunque sean los dirigentes judíos quienes piensen ser los que han tomado la decisión de su condena, ellos no le roban la vida.
Es Jesús mismo quien la quiere entregar con todas sus consecuencias.
¿Te ocurre a ti también? ¿A ti que eres persona que gasta su vida cada día? ¿A ti que piensas que amar a alguien es querer que sea, que exista, que sea bueno y, por consiguiente, feliz?
Creo que, como tú, también Nicodemo entendió que aquellas expresiones sencillas de Jesús implicaban ver la vida con otros ojos. Creer que amar es siempre un volver a crear, un participar de la acción divina creadora, un sí al Sí divino que ha infundido y sostiene el ser del amado.
Así lo entendía, el mismo evangelista, cuando escribió estos versículos, en los que nos confiesa su propia reflexión, la que él desea que nos llegue a ti y a mí como un agradecimiento: “Gracias por la luminosidad de tu sonrisa, es la luz en la ventana de tu rostro que dice estoy en casa. Gracias por ser una de esas personas que con su luz, transforman su alrededor en la fiesta de la Vida”
Me gustan dos frases, que creo expresan bien lo que vives y que te dejo:
“Hay dos maneras de difundir la luz. Ser la lámpara que la emite, o el espejo que la refleja.” (Lin Yutang)
“La muerte no extingue la luz; solo apaga la lámpara porque el amanecer ha llegado”. (Rabindranath Tagore)