La felicidad nace, no se compra
Lucas 18, 1-8
Por José Ramón Ruiz Villamor Sacerdote (miembro de CSJ)
¿Alguna vez, al contemplar a tu bebé te has preguntado cómo es posible sentir tanto amor por algo tan pequeñito?
Ocurre especialmente cuando, al contemplar sus ojos, contienes esas ganas locas de comértelo a besos.
Esa mirada indefensa que desborda inocencia e ilusión; esas manitas que acarician tu mejilla, esos bracitos alrededor de tu cuello “desbloquean” una forma de amar antes inimaginable.
Posiblemente por eso, el corazón de una madre no distinga entre hijos malos y buenos.
Tampoco el de un padre.
Cuando Lucas escribe esta pieza maestra de la literatura bíblica pretende decir que lo mismo le ocurre al corazón de Dios.
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Si te entretienes un ratito re-leyendo lo que Lucas cuenta en las narraciones que preceden a la de hoy te sorprenderás al comprobar cómo se repite la expresión “Jesús, ten compasión de mi” o semejante.
Ante esa invocación hay corazones sensibles que responden y otros que ignoran.
Lo que sucede en todo corazón que responde a la invocación “ten compasión de mi” es el mismo proceso que le pasa a la persona cuando se transforma en madre o en padre:
- adquiere los ojos capaces de ver el debilidad del otro,
- se vuelve sensible al sufrimiento del otro,
- se activa la imperiosa y decidida voluntad a acudir en ayuda de quien vive la necesidad.
En numerosas ocasiones oigo decir: “desde que tengo a mi hija, me estoy volviendo como mi madre”.
Y es que cuando acontece ese “hacerse como”, antes ese corazón de hijo o de hija, ha experimentado que el corazón de sus padres también es o era compasivo. Y lo reconoce.
Quizá por eso los padres siempre relativizan el que sus hijos sean buenos o no.
E incluso se sonríen cuando les ven equivocarse.
Pero, en cambio, se emocionan cuando les sienten cariñosos, obedientes, familiares, dedicados, trabajadores.
En el evangelio de hoy, el “publicano se va justificado” porque ha experimentado que el corazón del Dios es compasivo.
Y esa vivencia le ha dado la posibilidad de acercarse a Dios y vivir cómo es Padre o Madre.
Ese camino de acercamiento a Dios-Padre hace parte de la senda de la fe.
Así, las vivencias de cada jornada, son como manitas de tu bebé cuando acarician tu mejilla. Permiten otear que van entreveradas de detalles en los que es posible vislumbrar la compasión de Dios.
Por eso la Felicidad es el resultado natural de algo que borbota de dentro, de alguien que nace en nuestra vida.
Y como ocurre cuando un hijo o una hija viene al mundo, no importa el sufrimiento que lo acompaña, sino la compasión que nace en nuestro interior y la dicha con la que arropas a esa criatura que, indefensa, te necesita.
Así borbota la felicidad.
No se compra. No se puede comprar.
No hay dinero en el mundo que la pueda pagar.