La familia cristiana:
deporte de alto riesgo
Mateo 28, 16-20
Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)
¿Qué es la Trinidad? ¿Qué aporta a mi vida?
La capacidad de ensanchar mis horizontes y ver mi vida, la vida, con las gafas de Dios.
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les habla indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».
Recuerdo, de chico, un álbum de cromos. Al abrirlo por primera vez me embelesó contemplar cómo las páginas llevaban pre-impresas en sepia el espacio que en algún momento ocuparía el cromo a color.
Los textos al pié de cada recuadro en sepia azuzaban aún más la imaginación
Recuerdo también el tema del álbum: los pueblos y las razas de la tierra. Mi imaginación de niño bullía recorriendo el mundo y sus gentes en sepia.
No recuerdo bien con qué producto de chucherías regalaban los cromos. No importaba. En mi casa el dinero se utilizaba para cosas necesarias. Pero sí recuerdo perfectamente cuando, con mis hermanos, pusimos en el álbum los primeros tres cromos que llegaron a nuestras manos. Eran de un color brillante y luminoso. Tres páginas distintas de aquél álbum se iluminaron y con ellas nuestros ojos.
Reviví aquella sonrisa cuando tuve la suerte de ir a Israel. Antes de ello las narraciones del evangelio eran como pre-impresiones en sepia de los álbumes de cromos.
Mientras recorríamos Tierra Santa no me importaba si las tinajas escavadas en la piedra que nos enseñaron en Caná fuesen las que Jesús utilizó para transformar el agua en vino; o si la casa que alberga la basílica de Nazaret era la misma en la que vivía María cuando la visitó el ángel; o si la orilla del Jordán preparada para revivir el bautismo fuese el sitio real donde Juan bautizó a Jesús; o si la losa del mármol al entrar al Santo Sepulcro era donde habían embalsamado a Jesús; o si …
Me emocionaba contemplar los tonos del paisaje, las distancias entre lugares, el color, la fertilidad y la gente de la tierra de la promesa; esa misma tierra que movió la caravana de Abrahán y que mana leche y miel.
Al volver a casa me traía la luz del amanecer; el trigo mecido en los campos; la antigua muralla y los contrastes en el oasis de Jericó; la brisa en el lago de Tiberiades; las marcas del tres en raya grabado por los soldados en el enlosado; la paz en la montaña del Tabor, después de aquella subida infernal en un viejo mercedes verde por la carretera que serpentea la ladera del monte; los restos de teselas en el suelo de la casa de Pedro en Cafarnaúm; el cielo estrellado al salir de la gruta de Belén; la silueta de la explanada del templo y de la puerta de las ovejas vista desde el monte de los olivos; el olor de las pastas al recorrer la calle que va desde el muro de las lamentaciones a la puerta de Damasco; el griterío y la vorágine al llegar a la puerta de Damasco y darnos de bruces con los que tiraban piedras y la policía; el aroma del café; el bullicio en el zoco de Jerusalén; el anciano que con sabiduría enrollaba la filacterias en los brazos de un emocionado niño en la sinagoga junto al muro de las lamentaciones
El regalo de aquel viaje me permitió poner los tres primeros cromos en el álbum color sepia de las narraciones del evangelio. Desde entonces me muevo por las escenas y las vivo. Y cuando contemplo a la madre, a cada madre hoy, que anima con voz serena y mirada limpia e inspira confianza al hijo que duda, en su gesto veo a María diciéndole a Jesús “no tienen vino”. Y me doy cuenta que también mi vida se tiñe de horizontes nuevos.
Vivir la Trinidad es poner cromos en el álbum sepia de mi vida; es vivir el amor y la familia.
El amor por los que me quieren y amo; la familia de sangre y la otra que Dios me ha regalado.
Vivir la Trinidad es también dejar que el Padre, el Hijo y el Espíritu sean parte de mi familia y yo de la suya; es sentirte María y aceptar ser protagonista y madre del proyecto Jesús; es revivir la experiencia de José y ver cómo los proyectos de tu vida, la aventura de los hijos, los vives con la misma intensidad con la que sabes que no te pertenecen del todo.
Vivir la Trinidad es un deporte de alto riesgo: es contemplar la humanidad unas veces desde los ojos del hijo y otras desde la mirada de Dios.