Entre el cielo y la tierra
Lucas 23,35-43
Por José Ramón Ruiz Villamor Sacerdote (miembro de CSJ)
¡Los suspiros son aire y van al aire!
¡Las lágrimas son agua y van al mar!
Dime, mujer, cuando el amor se olvida
¿sabes tú adónde va?
Es posible que todos estemos de acuerdo con Gustavo Adolfo Bécquer: entre el cielo y la tierra vive el amor.
Y, como la esencia del amor hace que, siendo inmaterial, no tenga un lugar físico donde nacer y morir, el poeta habla de suspiros que tal vez puedan reunirse con el aire y lágrimas que pueden fundirse con el mar.
Lo cierto es que si el lugar propio del amor es el corazón, ¿dónde se fusionan el cielo y la tierra?
Con pinceladas tan vivaces como las del poeta y a la par tan intensas, el texto de Lucas lo desvela:
En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Opino que es en ese instante, en el que Jesús está clavado a la cruz, donde el cielo y la tierra se entrelazan.
Es ese el instante en el que la vida antigua se desvanece y la nueva depende del Padre.
Es, en ese momento en el que tú, Jesús y yo compartimos la misma y angustiosa duda: ¿tendrá Dios compasión de mí?
Es ahí, en esa vivencia, donde se entrelazan el cielo y la tierra; donde se funden dos corazones, el de Dios y y el de cada persona. Y ocurre, aún teniendo los brazos clavados a la cruz de cada día.
Él, hombre poderoso en palabras y obras, “Palabra hecha carne que crea vida”
y tú, persona que ha gastado su vida alimentando los ideales de otros,
os abrazáis compartiendo la misma y más intensa angustia existencial que existe:
“¿está mi corazón junto al corazón de Dios?”
De ahí que Lucas desea evidenciar, con su narración, las respuestas que cada personaje da a esta pregunta.
Son las reacciones habituales. Y no se dan por ser mala persona. Se dan por ser humanos.
En el fondo hacen parte de lo que cada persona vive a lo largo de la historia de la humanidad.
Pero observa cómo Lucas, sobre ese escenario de reacciones “normales”, humanas, que se lanzan como pedradas, describe una respuesta que asombra.
Es un dialogo.
El diálogo entre “el buen ladrón” y Jesús.
Fascina la intimidad y familiaridad con la que Lucas narra ese instante, el más intenso.
Es un diálogo que desencadena el alma del ladronzuelo pues los dos cuelgan de la misma “condena”.
Y brota del alma desnuda que busca el sentido auténtico a la propia vida.
Mana, como el manantial, cuando la mirada cree no ser ya capaz de reconocer la realidad de la vida.
Es también el momento en que el corazón, entrenado a amar, es capaz de oír de los labios de Jesús, Palabras creadoras de Vida. Palabras que serenan, ilusionan, regeneran y resucitan.
Algo así le ocurrirá al corazón abatido de María Magdalena, cuando tres días más tarde, escucha su nombre pronunciado con cariño por Jesús, el resucitado.
Y es que en esa cruz en la que los humanos hemos clavado a Dios, también lo estamos cada uno.
En realidad es tu cruz, la mía.
Y dice Lucas que esa cruz asegura que mientras exista un ser humano, Dios seguirá clavado con él.
Esa cruz, exactamente esa cruz que es tu vida y la mía, es la garantía de que tu existencia y la mía tienen sentido.
Es, en ella, donde se funden los corazones, donde se sueldan el cielo y la tierra.