Dios tiene corazón
Juan 2, 13-25
Por José Ramón Ruiz Villamor
Sacerdote (CSJ)
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
«Qué signos nos muestras para obrar así?».
Jesús contestó:
«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».
Los judíos replicaron:
«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».
Pero él hablaba del templo de su cuerpo.
Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
La narración de los tres evangelistas sinópticos puede llevarnos a pensar que la vida pública de Jesús se desarrolló en poco más de un año.
En sus evangelios mencionan la celebración de dos Pascuas vividas por Jesús en Jerusalén.
En cambio, Juan llega a describir hasta cuatro celebraciones de Pascua a lo largo de algo más de tres años y medio.
Lo curioso es que Juan sitúa este relato de la expulsión de los mercaderes del templo de Jerusalén en la primera de las Pascuas que narra, mientras que los otros tres evangelistas lo sitúan en la última Pascua, la que precede y desencadena la condena y muerte de Jesús.
Interpreto con ello que, para Juan, el gesto de expulsar a los mercaderes del templo no tenga tanto que ver con los motivos de su condena.
Y que más bien sea un hecho tremendamente simbólico con el que Jesús pretende decir a cada persona de cualquier momento de la historia: “no mercadees con Dios. Sé auténtico al relacionarte con Él”.
Para ello usa un gesto de dimensiones proféticas.
Hoy hubiese sido viral en las redes sociales.
Imagínate el video: Jesús después de entrelazar un látigo con cordeles, azuza a los animales hasta echarlos de la explanada del gran templo de Jerusalén y un título sencillo y llamativo, sobre impreso a las imágenes: “Dios tiene corazón”.
Sobre ese trasfondo desea proponer una religión nueva, personal, sin necesidad de “sustituciones”.
Esta sugerencia de Jesús puede ser una bocanada de aire fresco o un puñetazo en el estómago.
Depende de cómo cada uno nos relacionemos con Dios.
Hasta este gesto profético de Jesús, relacionarse con la divinidad en la Pascua, pasaba por el sacrificio de un animal, oveja, paloma u otro.
Pero, dice Juan, “Jesús sabe lo que hay dentro del corazón del hombre”. Sabe que la salud del corazón de cada persona necesita del riego del amor para “ser”; y que solo una relación auténtica, de persona a persona, realiza la propia felicidad.
Los sucedáneos vacían de contenido el amor.
Jesús se lo toma realmente en serio.
En la celebración pascual de su nueva religiosidad sustituirá a los intermediarios entre Dios y yo, entre su corazón y el mío.
Hasta el punto de que el único sacrificio va a ser el suyo propio, en la cruz.
Así lo que propone es la vivencia de una religión humana, liberadora, comprometida e incluso verdaderamente espiritual.
El reflejo de ello en tu vida y en la mía es claro: el sacrificio personal es ingrediente necesario para la relación con Dios.
No es tan sencillo aceptar esta “nueva religión” de Jesús.
El propio evangelista Juan dice que él mismo y sus compañeros entendieron la Resurrección y su significado solo después de ver en Jesús la nueva vida ocurrida a los tres días de su muerte crucificada.
Así los evangelistas desgranan, en los evangelios, las vivencias que compartieron hasta que, finalmente, lo comprendieron.
Entre líneas emergen las dificultades que encontraron hasta aceptarlo.
Es duro reconocer la expresión del amor en esta relación entre el Corazón del Padre Dios, mi propio corazón y el sacrificio personal por cada persona que la vida me regala.
Sabemos que la senda del amor, vivida en cristiano, no es fácil.
Cada uno debemos andarla. Y, al hacerlo, nos empuja a abrir nuestros propios horizontes.
Aquellos que la vivieron con el Jesús histórico, no fueron demasiado explícitos a la hora de explicarnos qué les hizo cambiar sus propios ideales y aceptar los de Jesús.
Lo que nos cuentan, en este trozo de evangelio, es una de esas pistas.
Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
También para mí es misteriosa la senda del “sacrificio en el amor”.
Mi corazón se encoge al revivir el egoísmo cómodo de personas que, sin remedio, crean dependencias afectivas que son destructivas.
Por ello, esto te cuento y que el evangelio de hoy desea transmitir: ese restañar el látigo de Jesús para expulsar lo sucedáneo de nuestras relaciones, es realmente un gesto profético.
Desde luego, Jesús no quiere que mitifiquemos su gesto y lo transformemos en un adorno, como a la famosa cara del Ché Guevara.
Lo que, creo, desea es que experimentemos que Dios Padre/Madre tiene corazón.
Y mientras lo descubrimos, asegura Juan, viviremos el amor, superaremos los miedos y andaremos las sendas de la eternidad