Con corazón de Padre y de Madre
Jn 8, 1-11
Por José Ramón Ruiz Villamor Sacerdote (miembro de CSJ)
El esfuerzo por ser justo con cada hijo puede ser interpretado como una “esclavitud”.
Y también conseguir que cada hijo se sienta amado personalmente, sin distinciones.
A pesar de ello, esa es la esclavitud que todo padre y madre eligen libremente vivir por amor.
Algo así le sucede también Jesús.
Su objetivo, su vocación, como la de todo padre y madre, es conseguir que cada persona se sienta amada personalmente por Dios.
Este trozo del evangelio de Juan muestra cómo Jesús evita la condena a la mujer. Pero también consigue que sus acusadores abran, en su corazón, una ventana de humanidad.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
«Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
A pesar de que el libro del Levítico establece para el hombre adúltero el mismo castigo, a la presencia de Jesús llega una mujer sola, utilizada para acusar a Jesús con trampas.
Jesús, que lo sabe, no exige la presencia del “compañero” de adulterio.
Su objetivo no es buscar a los culpables, y menos castigarlos. Sino rehacer la vida y mostrar que el corazón de cada persona puede vibrar al unísono con el corazón de Dios.
Jesús, no condena a la mujer que vive la pérdida de su dignidad, sino que actúa como lo haría todo padre o madre, se la devuelve para siempre. Y es que todo padre y toda madre saben que no es posible sentirse plenamente humanos sin aceptar que necesitamos sentirnos amados, perdonados y reconocidos en nuestra dignidad.
Quizá por eso, el evangelista no nos cuenta quién fuese esa mujer anónima protagonista del evangelio. Porque en el fondo, la soledad que ella siente puede ser la tuya o la mía.
Por experiencia sé que no es suficiente con que los sacerdotes informemos de que nuestro Dios es el Dios de la liberación. De nada nos vale que, como a la mujer protagonista de este evangelio, nos hablen de un Dios liberador, si vivimos en la soledad existencial.
Cada uno de nosotros, lo mismo que ella, deseamos vivir cada día la cercanía de Dios; necesitamos experimentar en nuestra jornada la presencia amorosa y liberadora de Dios.
La cercanía de Jesús que describe el evangelista trasparenta cómo palpita el corazón de Dios.
Ese mismo Dios en el que tú y yo creemos.
El Dios de Jesús que tiene corazón de Padre y de Madre.