Breve historia de Sigüenza

Sigüenza, vaciada de agobios y aglomeraciones, con un incomparable marco paisajístico y natural, nos regala con fortificaciones, iglesias, casas, jardines y huertas la imagen de una ciudad con solera, una ciudad especial.

Las tierras de Sigüenza han estado pobladas desde tiempos pretéritos, asomándonos a la Prehistoria ya encontramos asentamientos y refugios paleolíticos, como la popular y pequeña “Cueva Mosa”, en el interior del enorme, precioso, paseable y sugerente pinar.

Los celtíberos asentaron su castro en las lomas de los cerros de Villavieja y el Mirón, frente al actual emplazamiento, para levantar una vieja ciudad que les permitía controlar el paso entre los valles del Jalón y del Henares. Aquella ciudad fue arrasada y reducida a cenizas por los romanos durante las famosas Guerras de Hispania, que tras el sometimiento y pacificación, van a descender hasta el valle donde se van a asentar. Aprovechando de nuevo la posición estratégica de paso entre el norte y el sur penínsular, harán cruzar la calzada romana que unirá a Zaragoza con Mérida.

Con la descomposición del Imperio Romano y las invasiones Bárbaras, el control político de la Península Ibérica pasa a manos de los visigodos y en Sigüenza, ya Diócesis muy probablemente desde tiempo de los romanos, encontramos a su Obispo Protógenes firmando en las actas del III Concilio de Toledo del año 589, en el que los visigodos reniegan de la religión de Arrio para abrazar el cristianismo legado por la sociedad hispanorromana (recordemos que el Cristianismo había dejado de ser perseguido tras el Edicto de Milán (año 313), floreciendo sin cortapisas desde entonces en la Península Ibérica.

Tras la batalla de Guadalete en el año 711, el estado visigodo se deshace como un azucarillo y la península es rápidamente invadida por el Islam. Apenas dos años después, en el 713, los musulmanes llegaban a Sigüenza para colocar en su cielo azul la media luna mahometana, hasta que cuatro siglos después, un 22 de enero del año 1124, la ciudad convertida por entonces en apenas un villorio dependiente de Medinaceli, es recuperada para la cristiandad por el monje-guerrero cluniacense Don Bernardo de Agen, primer Obispo de la Sigüenza reconquistada, quien restauraba la vieja Diócesis hispana, situada en la entonces denominada Marca Media (las tierras comprendidas entre el Duero y el Tajo) del territorio penínsular, tierra de frontera a los pies de la vertiente sur del Sistema Central muy cerca de su entronque con el Sistema Ibérico.

Tras el acuerdo firmado en Tamará de Campos en el año 1127, quedan fijados los limites definitivos entre Castilla y Aragón. Sigüenza se integraba de hecho en el reino de Castilla pasando a formar parte de un grupo de ciudades (como Ávila, Segovia o Ciudad Rodrigo) que montaban guardia en la frontera cristiana con el Islam.

Don Bernardo de Agén (que moriría de viejo, allá por el año 1152, combatiendo al moro a orillas del Tajo, pues así las gastaban antes estos hombres de cruz y espada), se sumaba al séquito del rey castellano Alfonso VII, y tras sucesivas donaciones y privilegios, pronto veía constituido el Señorío Episcopal de Sigüenza que aglutinaba a la ciudad y sus tierras. Señorío sobre el que el Obispo (que en la iglesia era clérigo, en la ciudad señor y en el campo de batalla soldado) ostentará (en condominio con su Cabildo, aunque con el tiempo se sobrepondrá) el poder religioso, político, administrativo y judicial.

El Señorío Episcopal se extendería a lo largo de siete prolijas centurias hasta que en la bisagra de los siglos XVIII y XIX el fascinante obispo Juan Diaz de la Guerra (mermadas las facultades en sus últimos días) lo revierte a la Corona (en un contexto histórico en el que los borbones trabajan por la reversión de los señoríos dentro un proceso de centralización del Estado). Desde entonces, desligados del poder temporal sobre el territorio, los obispos centran su reconocida autoridad y potestad en regir la vida espiritual de la Diócesis, su comunidad.

LA EVOLUCIÓN DE LA CIUDAD.

A mediados de la centuria y bajo la prelacía de Don Pedro de Leucata (sobrino y sucesor de Don Bernardo de Agén) comienza la construcción de la gran catedral románica en una zona intermedia del cerro. La ciudad medieval se perfila desde el Castillo en lo más alto (vieja alcazaba musulmana del siglo X), para comenzar a descender la ladera y 3 siglos después, conectar con la catedral.

La imagen de la ciudad, con distintivas singularidades, seguirá el patrón clásico del momento:

Junto a un río (el Henares, que en su cabecera discurre por el valle), protegida por una muralla (del siglo XII, es la primera de las 3 de la ciudad), con el casco urbano desarrollándose desde los pies del Castillo (del que parten las callejuelas que como radios de abanico se extienden longitudinalmente ladera abajo hasta morir con el lienzo norte de la muralla y que son cruzadas transversalmente por las Travesañas, las dos calles medievales más emblemáticas de la ciudad). Por encima, emergiendo sobre el caserío, las torres de las pequeñas iglesias románicas (Santiago y San Vicente -la iglesia será el mejor edificio, el más lujoso y ornamental, porque es la casa de Dios y el lugar donde convive y se reúnen todos los vecinos) y como en la grandes ciudades, extraordinariamente aquí a extramuros, la Catedral, que exhibiendo con soberbia sus torres, dará un perfil inconfundible a la ciudad (fueron habituales los templos con aspecto bélico y es que magistralmente sintetizada, aquel hombre del románico acabó haciendo de la fortaleza de la fe un baluarte militar).

En aquellos crudos tiempos medievales sometidos a la violencia, con condiciones de vida muy duras en las que no era fácil asegurar el éxito y permanencia de una ciudad, se unieron diversos condicionantes que como rico abono, fortalecieron el sustrato de la prosperidad.

Las abundantes salinas que circundan estas tierras (las más famosas son las de Imón a apenas 14 kilómetros, junto al río que por buen nombre lleva Salado) produjeron suculentas rentas con las que fue posible entre otras cosas y piedra a piedra, levantar gran parte de la Catedral (una catedral extraordinaria que al inicial templo románico suma, integrándolo magistralmente sobre la marcha, el templo gótico, al que podemos sumar una tercera etapa de carácter ornamental con extraordinarias obras, portadas, retablos, sepulcros, capillas…).

El mundo medieval, básicamente campesino e inmóvil, comenzaba a agitarse, y el establecimiento de rutas fijas y protegidas desde que Alfonso X el Sabio las regulara en 1273 con la Creación del “Honrado Concejo de la Mesta de Pastores” fue fundamental, pues la Cañada Real Soriana pasaba junto a la ciudad (siendo la más larga de toda la Península Ibérica, sus 800 kilómetros llegaban desde tierras de Logroño hasta Sevilla, una vez se ganó el terreno al musulmán). Las cañadas eran las grandes vías de trashumancia del ganado lanar y de la carne que vertebraban extensos circuitos de intercambios comerciales, que muy pronto se manifestaron como fuentes económicas fundamentales para el desarrollo, integradas perfectamente con el comercio artesano y las manufacturas en la ciudad.

Ya en el siglo XIV, saturada la ciudad amurallada y con los arrabales en plena efervescencia, el Obispo Simón Girón de Cisneros, por iniciativa del Concejo seguntino, ordena erigir una nueva muralla, que amplía el espacio con la creación del llamado ensanche gótico de la ciudad, protegiendo a los arrabales y dando vía libre a la prolongación de las calles longitudinales desde el castillo, desparramadas ladera abajo de una forma muy natural.

Es en estos momentos cuando otra gran muralla se yergue envolviendo de forma autónoma la catedral. El interior de la ciudad, a la costumbre medieval, era un hacinamiento de casas apiñadas, pegadas unas a las otras a la vera de las callejuelas y alrededor de las iglesias. Fue entonces cuando se manifestó la necesidad de asentar un espacio para el mercado medieval (una de las piezas más importantes para el funcionamiento de la ciudad), que al principio tenía ante todo por objeto asegurar el abastecimiento de los bienes básicos: pan, vino, carne, pescado… . Fue así como en el corazón de la ciudad medieval se abrió la Plaza Nueva (actual Plazuela de la Cárcel) dando la tan necesaria solución espacial. El mercado estimulaba el intercambio y literalmente daba vida a la ciudad fortificada, que con un carácter eminentemente defensivo lucía sus recias murallas y torres (como atestigua el torreón medieval del cubo del Peso) conectadas al exterior por las siempre imprescindibles puertas, que unían las partes fundamentales de la ciudad (conservamos hoy 6 de ellas, todas ellas medievales: la de Hierro, del Portal Mayor, del Arquillo de la Travesaña Baja, del sol y del Toril). Como aduanas, se abrían al amanecer y cerraban al anochecer o en tiempos de epidemia o peligro y controlaban las personas y mercancías que salían o llegaban, obligadas al pago del portazgo, el impuesto de paso de puerta que financiaba diversos gastos de la ciudad.

Aquellas ciudades fortificabas creaban también un espacio psicológico no sólo de pertenencia y seguridad (vinculados a la obligación de contribuir al mantenimiento de la ciudad y por supuesto al de la muralla). El cruzar sus puertas, implicaba acceder a otro mundo, regido por singulares leyes que garantizaban y defendían el fuero, los derechos de la ciudad.

Los hospitales (que nacieron como fruto de la concepción cristiana de la caridad y por ello no sólo recogían enfermos, sino también a pobres, huérfanos y necesitados), también estaban presentes en Sigüenza. Y de los dos que hubo hoy conservamos el de San Mateo que tras su reciente restauración, a abierto sus puertas como Residencia de Ancianos, manteniendo la función asistencial.

Y así andando el tiempo cruzaba la historia el ecuador del siglo XV cuando de la mano de Pedro González de Mendoza el Gran Cardenal Mendoza, obispo desde 1468 hasta su muerte en 1495, llegaban los aires renovadores anunciando el renacimiento, culminando la etapa medieval.Comenzaban a derribarse los saledizos de las casas y se empedraban las calles para mantenerlas limpias y evitar las brotes de epidemias, las pestilencias y el lodazal.

Inauguraba Sigüenza la primera Universidad del Renacimiento español, experiencia que diez años después aprovecharía el Cardenal Cisneros (por entonces Capellán Mayor de la Catedral) para en 1499, fundar en Alcalá de Henares su universalmente conocida Universidad.

En ese momento se inscribe (en el contexto de las guerras de Granada) el sepulcro de El Doncel, la obra escultórica de talla mundial hoy convertida en el icono de la ciudad, que descansa junto a su familia en una capilla de la que primorosamente emana arte y cultura, en el interior de la Catedral.

En los últimos años de prelacía del Gran Cardenal, con el objeto de abrir un nuevo espacio desde el que deleitar y embelesar el espíritu de los mortales con la contemplación de la Catedral, se procedió al derribo de parte de la cerca que desde el XIV la separaba de la ciudad, uniéndolas para siempre con el nexo incomparable de lo que en pocos años se convertiría en una de las primeras y más bellas Plazas Mayores de aquella España que gobernaría el mundo desde el cetro imperial.

Vio la luz entonces el ensanche renacentista con un nuevo urbanismo de calles anchas y rectas. Protegido el nuevo espacio por la la tercera y última muralla, con un carácter más fiscal y sanitario que defensivo (como bien ha estudiado Pilar Martinez Taboada, Cronista Oficial de la ciudad), envolvía e integraba por fin toda la ciudad (en un semiabanico que desde el castillo y con lienzos de todas las murallas -siglo XII, siglo XIV, Catedralicia y XVI-).

La ciudad Renacentista, con su estado llano, alto y bajo clero y una pequeña nobleza de hidalguía vinculada a los obispos, señores de la ciudad, tomaría sus trazas definitivas a los largo de los siglo XVI y XVII con Palacios como el que hoy alberga el Museo Diocesano o construcciones como la del Seminario Conciliar. Extramuros al norte se edificaba el antiguo Convento de San Francisco (hoy convento y colegio bajo la dirección de las Hermanas Ursulinas) y la Ermita del Humilladero, para dar reposo y descanso a los peregrinos (que venían a ver los restos de Santa Librada, custodiados en la Catedral) y viajeros que llegaban hasta la ciudad.

Los arrabales proliferaban hacia el oeste, y bajo ellos siguiendo la pendiente del cerro se edificaba a extramuros de la Puerta de Guadalajara una sobria e imponente calle monumental barroca, con los nuevos edificios del Convento de Jerónimos (después Seminario) y la Universidad (desde mediados del siglo XIX Palacio Episcopal). Y ya en el XVIII, al otro lado de la calle, el Hospicio (actual colegio de la Sagrada Familia), para dar cobijo y formación a los más necesitados, pobres y mendigos de toda la diócesis que vagaban por la ciudad (en el libro Sigüenza en los ojos de los demás, de Pedro Olea, el Marqués de Langle, de viaje en 1784 por nuestra ciudad, observa que “ el obispo de Sigüenza tiene doscientas mil libras de renta. Un regimiento de dragones podría alojarse en su palacio; da de comer a todos los pobres de los alrededores; a medio día su patio está que rebosa”).

La llegada en 1777 del obispo Juan Díaz de la Guerra aquel hombre que daba “de comer a todos los pobres de los alrededores” en el patio de su Castillo (gran benefactor de la Diócesis y de la Diócesis con ingentes proyectos de insdustri, instrucción y caridad), un clérigo ilustrado al modo de la España ilustrada del rey Carlos III (que tanto embelleció Madrid), marcaría una época de luces para la ciudad, que en el último declive del cerro, al pie de la muralla que la cercaba por el Norte, ya a extramuros, iniciaba bajo su mecenazgo la construcción de un nuevo barrio, el de San Roque, que siguiendo los principios ilustrados de orden y racionalidad, enseñoreaba de modernidad Sigüenza con uno de los mejores ejemplos del urbanismo español del siglo XVIII.

En uno de los más bellos rincones del barrio junto a la Puerta del Campo, comunicándolo con la Catedral, se yergue por mecenazgo de este obispo el hermoso Palacio de los Infantes, nombre que le viene por ser en tiempos sede de la escolanía de aquellos infantes que hermoseaban con sus cantos las funciones de coro en la catedral. En su fachada barroca y majestuosa, tú, viajero que a esta casa vienes a descansar, podrás distinguir sobre la imagen de San Felipe Neri en el segundo piso, una leyenda difuminada por la intemperie climática, que en latín reza: “LAUDATE EUM IN CHORDIS ET ORGANO” (“alabadle con instrumentos musicales de cuerda y viento”), alabanza de bello y reposado gusto por la armonía y sensibilidad musical.

Comenzaba a andar el siglo XIX, cuando en el llano una vez agotado el declive de la pendiente, se construía el paseo de la Alameda un “gran jardín neoclásico y remate vegetal de la histórica Sigüenza, bella culminación de la ciudad siete siglos después de su reconquista”, como nos recuerda en el libro Viajeros ilustres de Sigüenza, el Catedrático Emérito por la Universidad Complutense Javier Dávara, un apasionado de la ciudad.

La tardía Revolución Industrial española trajo la Estación del ferrocarril a Sigüenza en 1862 dando un gran empujón comercial a la ciudad que bullía entonces con sus dos ferias anuales (Mayo y Octubre) y los dos mercados semanales (miércoles y Sábado) que congregaban a gentes de toda la comarca y de las provincias de Soria y Guadalajara. Aquel ambiente costumbrista fue descrito por el insigne Don Pío Baroja, en un viaje de juventud por la ciudad: “El pueblo apareció a lo lejos, con su caserío agrupado en la falda de una colina, con las cuadradas y negruzcas torres de su rectoral y sus tejados roñosos, del color de la sangre coagulada. […] En una calle en cuesta y en otra que desembocaba en la plaza se amontonaba la gente: tipos castellanos de capa parda, sombrero ancho, medias de lana y abarcas; otros con el traje típico de los aragoneses: calzón abierto en los extremos, la faja y el pañuelo de color en la cabeza. Allí se vendían objetos de hierro, allí pucheros en fila interminable; en un lado, pintadas mantas y alforjas de abigarrados colores; en otro pañuelos y telas. […] Por entre los grupos circulaban mendigos andrajosos con sucios morrales a la espalda y blancos cayados en la mano, estudiantes de cura con manteo y tricornio, viejas con refajos de colores vivísimos, colores encanto de los ojos, desconocidos en el mundo cortesano. En la puertas de las posadas se veían grupos de mulas y de burros blanquecinos, de esos que miran con mirada dulce, mezcla de resignación y filosofía. En la plaza, un hombre, con un gran cartelón, explicaba escenas de la vida de un criminal. […] En las aceras de las calles toman el sol viejas y niños…”

Por entonces, más de 500 pueblos vaciaban cada año tres millones y medio de fanegas de trigo (unas 15.000 toneladas) que después llenaban los vagones para abastecer a las grandes ciudades de la línea férrea. Como nos recuerda el maestro y ex-alcalde Juan Carlos García Muela en su libro Comerciantes y comercios del siglo XX, “la población seguntina tenía un carácter urbano que se fue transformando en rural de forma paulatina, sin perder nunca del todo su matiz ciudadano propio y diferencial, que es una característica que la distingue de poblaciones con semejante número de habitantes.” A finales del siglo XIX la ciudad había logrado crecer hasta los 5.000 habitantes, techo que mantendrá sustancialmente a lo largo de todo el siglo XX y EN la actualidad.

En la bisagra del los siglos XIX y XX, la imagen de vieja ciudad histórica y monumental en simbiosis con la del campo, el aire puro y la tranquilidad, animó a muchas familias acomodadas de las grandes capitales (sobre todo Madrid y Zaragoza) a establecer en las temporadas estivales su residencia en la ciudad, inaugurando desde entonces el componente veraneante arraigado en generaciones posteriores que siguen manteniendo el vínculo con el lugar.

La pequeña ciudad de provincias que en los años 20 realizaba proyecciones cinematográficas de cine mudo acompañadas de un “explicador” y un pianista (en el teatro de El Pósito, restaurado recientemente como auditorio), cedía unos terrenos en el barrio de San Roque para levantar el gran Cine Ideal, inaugurado en 1929 y con el tiempo convertido en el Cine Capitol, en funcionamiento hasta los años 80, en los que como tantos otros en toda España, tuvo que cerrar.

La misma situación geográfica de cruce de caminos que favorecía por entonces el paso de feriantes, compañías de teatro, circos y atracciones, determinaría (como en siglos anteriores, y en el XIX con la Guerra de Independencia y las Carlistas, libradas ambas en la ciudad), que la Guerra Civil cobrase el peaje a esa ubicación privilegiada (plaza imprescindible en el camino entre Madrid y Zaragoza), añadiéndose al contexto de la contienda, la secular tradición de ciudad episcopal.

Tras la escasez y la posguerra, mientras la emigración de los años 50 y 60, despoblaba muchos pueblos de la zona, los nuevos tiempos traían un cambio generacional. En los años 60 abrian sus puertas dos locales que pronto se convertirían en lugares de culto a nivel provincial, las discotecas El Molino (1967) y Boris (1969), hoy ya cerradas, no sólo hicieron notar la presencia de la generación “ye-ye”, sino que fueron (sobre todo El Molino) lugares de reunión y catalizadores de otra forma de pensar.

Amanecía la democracia y tras una ingente restauración se inauguraba en 1976 el Parador Nacional de Turismo en el antiguo Castillo-Fortaleza de los Obispos. Era el punto de inflexión que en adelante determinaría el rumbo de una Sigüenza con un importante componente de ciudad de servicios, atesorando un patrimonio monumental de valor incalculable, que hoy la convierte en un referente del turismo a nivel nacional. Actualmente la población estable de la ciudad no llega a los 5.000 habitantes, aumentando considerablemente los fines de semana, las fechas señaladas (Semana Santa, fiestas patronales, Navidad) y la temporada estival.

Sigüenza es en la pluma del poeta de la tierra Francisco Vaquerizo ese “lugar entre caminos donde el tiempo fue dejando su huella venerable. Odre donde se guarda la mejor esencia del espíritu castellano: creyente, caballeresca, hospitalaria y entrañable”. Y siendo todo esto (en esencia o en presencia) aún es mucho más. Espíritu de tiempo y piedra, remanso de paz vivificante en el que se enlaguna el tiempo, se desperezan los sentidos y en el que se puede llegar a intuir la eternidad.

Mientras en los siglos XIX y XX la mayoría de ciudades españolas crecieron hasta los 50.000, 100.000, 200.000 e incluso más allá del millón de habitantes, Sigüenza ha conservado la magia de ocupar prácticamente el mismo espacio que a lo largo de la historia la ha determinado como ciudad.Como nos recuerda Miguel Sobrino en su libro Catedrales, tras haber quedado en los últimos tiempos apartada de las vías de mayor tránsito (a 20 km pasa la Autovi A-II, Madrid-Barcelona), la ciudad ha conservado como pocas poblaciones el carácter de ciudad episcopal. Y hoy, vaciada de agobios y aglomeraciones, con un incomparable marco paisajístico y natural, nos regala con fortificaciones, iglesias, casas, jardines y huertas la imagen de una ciudad con solera, una ciudad especial.

Cálzate las botas y prepárate para disfrutar. Te recomiendo que antes de penetrar en la ciudad, una vez bajes la cuesta del Callejón de Infantes, tomes el camino a la derecha que conduce hasta el lugar donde se realizó la foto que puedes ver en la portada de la página web, desde allí contemplaras, a pesar de los siglos transcurridos, como congelada en el tiempo, la imagen más invariable de la ciudad.

Después sigue subiendo hasta el cercano Puente con un gran arco bajo el que suele discurrir el arroyo Vadillo, para desde allí, por el camino o carretera del cementerio (corren paralelos) ascender un un poco más. Mira a tu derecha y contempla ante tus ojos la mejor panorámica de Sigüenza, que tantas veces ha pasado desapercibida para los viajeros de la ciudad. Verás en el barranco, sobre el camino de la ronda, la ciudad fortificada que desde el Castillo desciende por los barrios medievales hacia al espacio renacentista y la Catedral (inconfundible su silueta en el centro, gobernando la ciudad). Debajo ya la ciudad Ilustrada y la del valle, toda ella formando un conjunto proporcionado y singular. A tu izquierda tienes el principio del enorme e idílico pinar, del que sobresalen las más variopintas rocas en formas escalonadas, un excepcional asiento aprovechado por los seguntinos para ir de merienda o simplemente descansar, escuchando el silencio de la naturaleza al aire libre, al fondo, el inconfundible paisaje de la ciudad.

Y si cuando bajas decides asomarte a la historia viva, entrando por la Puerta del Toril (a escasos metros del gran Puente sobre el arroyo Vadillo), respira hondo y abre bien los ojos. Estas cruzando la frontera que te adentra en el lugar donde los siglos se confunden en un sueño, del que no tendrás prisa por despertar.

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