B13-el apellido de Dios

El apellido de Dios

Marcos 6, 1-6
Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)

Creer en Dios es creer en la humanidad.
Pienso que todos los pueblos creen, de algún modo, en Dios. Es natural.
Mucho más ardua resulta la tarea de creer en la propia humanidad.

Desde que el hombre tiene conciencia y ha cautivado la admiración por los misterios de la vida ha ido cultivando y aceptando la presencia de Dios.

En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?».
Y se escandalizaban a cuenta de él.
Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

Interpreto que este texto del evangelio evidencia una de las claves del cristianismo: la vocación de cada persona es ser Persona.

Ahora, 2000 años después de su muerte, cuando pensamos en Jesús, al momento emerge en nosotros lo que nos han trasmitido los evangelios y el boca a boca desde los primeros cristianos.

En cambio, para los que vivían en el Nazaret del año 30, Jesús era sencillamente “el carpintero”, el hijo de María. Le conocían desde chiquitín.
Todos recordaban cómo su madre se había quedado preñada antes de vivir con su marido.

Por eso me parecen lógicas las preguntas que se hacen: « ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros…?

Por su parte también Jesús les conoce bien. En los, al menos, treinta años que ha compartido con ellos, ha tenido ocasión de arreglar sus casas, sus establos.

Ahora vuelve entre su gente de la infancia con el deseo y la posibilidad auténtica de echar una mano en sus vidas, en sus corazones, en su felicidad.

Para aquellos que le vieron crecer, que sabían de sus excentricidades, no les resultaba sencillo entrever en el corazón de aquel joven, de nombre Jesús, el de un profeta que trae noticias de Dios.

Tampoco lo es para ti y para mí pensar que la persona que está tomándose un café en la misma terraza que tú sea también ella una portadora de la buena noticia de Dios.
¿O te resulta fácil creer que Luisa, Antonio, Agapito, Marialuisa… puedan hacer milagros?
Y en cambio, Jesús sí cree en cada uno, en que tú y yo podemos ser profetas de Vida Nueva.

Y eso porque somos humanos, personas, creadas a imagen de Dios.

Recuerdo lo que me dijo mi madre el día que fui a celebrar mi primera misa al pueblo donde nací, a mi casa: “hijo, recuerda que aunque desde ayer eres sacerdote, sigues necesitando ir al servicio, como todos”.

Por algún motivo que podemos intuir, al Dios de los cristianos le gusta que sus seguidores vivamos el amor. Por lo que la dificultad de la fe no reside tanto en el hecho de creer en Dios. Sino en creer que la persona que tenemos delante sea mensajero de la buena noticia de Dios.

Así la fe crece en mi cada vez que descubro en los ojos de quien me miro el corazón de Dios.
Por eso en nuestra religión, ese Dios, lleva tu nombre y tus apellidos.

El actual papa Francisco en una homilía preparatoria a la Navidad de hace algunos años decía: El hombre es el apellido de Dios: Él, en efecto, toma el nombre de cada uno de nosotros —seamos santos o pecadores— para convertirlo en el propio apellido. Porque, encarnándose, hizo historia con la humanidad: su alegría fue compartir su vida con nosotros, «y esto hace llorar: tanto amor, tanta ternura»

Así soy de los que afirman convencidos que los milagros existen. Sobre todos los milagros de andar por casa. Los veo cada día, cuando cada madre vive el misterio de la vida en su hijo y el hijo en ella.

Si lees entre líneas el texto de Marcos, encontrarás que el gran problema que vive Jesús es cuando cada uno pensamos que Dios es el vecino que vive en el piso de arriba.

Y en cambio, ese Jesús, se encuentra como en casa cuando tú y yo sabemos que Dios lleva nuestros propios apellidos y creer que Dios puede construir  la historia junto contigo.

Esa es la parte complicada de la senda de la fe: creer en la humanidad, creer que tu y yo realizamos el milagro de la vida junto con Dios; saber que Él te necesita.

Por eso deseo que tengas: suficiente felicidad para hacerte dulce; suficientes pruebas para hacerte fuerte; suficiente dolor para mantenerte humano; suficiente esperanza para ser feliz. (Santa Teresa de Calcuta)

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