B12 – Éxodo

Éxodo

Marcos 5, 21-43

Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)

Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar2

Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
– Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».

Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.

Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba:
– «¿Quién me ha tocado el manto?».

Los discípulos le contestaban:
– «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”».

Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. 

Él le dice:
– «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».

Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
– «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?».

Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
– «No temas; basta que tengas fe».

No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo:
– «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida».

Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
– Talitha qumi (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).

La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

La hemorroisa no era una pecadora.
Era una víctima de su religión.
La enfermedad le había arrebatado el dinero.
El respeto a su religión le robó la estima y los abrazos.
Tuvo que saltarse la Ley para encontrar a Jesús.
Tocar el manto de Jesús la liberó de la enfermedad.
En el encuentro con Jesús recuperó su vida, su crecimiento, su salvación.
 
En cada milagro de Jesús siempre hay dos milagros.
 
El milagro inmediato, el que cura la enfermedad. Es el que nosotros vemos. El sordo que oye, el ciego que ve, la niña que vuelve a la vida, la mujer que sana de los flujos de sangre.
 
Luego está el milagro que ve Dios, el que desea Jesús.
Es el más difícil. Más aún que vencer la enfermedad.
Ese milagro recupera la dignidad de la persona; la reconcilia consigo misma; abre los horizontes de la vida y de la serenidad, la sitúa en la perspectiva de Dios; le permite ver la vida con los ojos de Dios.
Así, esa misma mujer sin nombre, que puedo ser yo o puedes ser tu, recibe el milagro que ve Jesús.
 
El evangelio es, en primer término liberación.
La palabra liberación no se utilizaba porque no existía.
La palabra bíblica es éxodo.
Toda la acción de Yahvé con su pueblo es un esfuerzo de éxodo: salir de toda esclavitud.
Sentir y vivir la libertad. Condición imprescindible para ser hijo.
 
Ser hijo del Padre común es el proyecto de la creación del hombre.
 
En ese proyecto, la muerte ya no esclaviza, es posible contemplarla con serenidad.
Cada vez me entusiasma más la propuesta de Jesús a los que gritan desconsolados la muerte de la niña de 12 años; ese proyecto de vida aparentemente roto: “no está muerta está dormida”.
Me recuerda al beso de la madre sobre la herida del niño que sana el dolor y fortalece el interior.
 
Lo cierto es que el Evangelio es la historia de un tal Jesús al que le preocupas tú y yo, al que le preocupa la familia humana.
 
Él plantó la semilla que nos hace pensar en la comunidad, en la familia; en la mía y en la humana.
Él plantó cara al miedo que arraiga en nuestro corazón cada vez que la muerte lo invade.
 
El propone cómo enfrentarnos a nuestros miedos y asumir el valor para perdonar.
 
La historia de Jesús me hace ver que sea posible ser una persona que sueña sin miedos.
 
Así veo las dos historias del evangelio de hoy
Para descargar el pdf pincha aquí

Las cookies nos permiten ofrecer nuestros servicios. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies. Más información.