Viajeros de la eternidad
Marcos 9,2-10
Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (CSJ)
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía qué decir, pues estaban asustados.
Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube:
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.
Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Cada vez que leo el evangelio me sonrío pensando: “Jesús es tramposo”.
No me malinterpretes. Todas las madres son igual de tramposas con sus hijos. Otros lo llaman “tener mano izquierda”
Me divierte imaginar las expresiones de Pedro, Santiago y Juan, diestros marineros y pescadores, cuando Jesús le dice: “vámonos al monte”. Igual de curioso me parece que el rudo Pedro diga “qué bueno es estar aquí”.
Me asombra aún más que esa expresión se interprete enfatizando el ser terrenal de Pedro en contraste con la altura de la vocación de Jesús.
Me gusta pensar en esos tres hombres, curtidos, diestros en el manejo de la barca y de los vientos cambiantes del mar de Galilea.
Y, sin querer los equiparo a mí. Confieso que me pasa como a Pedro.
Es cierto que la vocación de padre o madre, la de educador, médico o la mía de sacerdote, nos estimula a ampliar nuestros horizontes.
Pero también lo es que, como contrapunto está el día a día y la necesidad de encontrar momentos de serenidad entre las jornadas movidas.
Nos encanta cuando podemos compartir un rato con las personas que apreciamos y consideramos una bendición tener suficiente tiempo y dinero con los que zanganear unos días.
Y, por supuesto a casi todos, nos pasa que al terminar lo bueno y lo agradable nos topamos de bruces con ese sentimiento de soledad, mientras bajamos del monte y volvemos a sumergirnos en la realidad.
Entonces, ¿por qué le colgamos a Pedro el sambenito de ser muy tierra-tierra?
Mi opinión es que Jesús les trampea; y que además, mientras es muy claro en exponer lo duro que es cultivar la amistad con él y lo qué realmente implica esa amistad, les transforma en viajeros de la eternidad.
No hay engaño. Lógicamente están asustados.
Como cada uno de nosotros cuando las cojeras enturbian los sueños.
Sabemos que al subir al Tabor y dejarnos transfigurar por Jesús se nos hincha el corazón y reafirma nuestra vocación.
También sabemos que a la vez, desde el Tabor oteamos otro monte, el Calvario; y que si escudriñamos un poco más lejos vislumbramos otro monte, el de los Olivos desde el que, Jesús, después de la resurrección ascenderá al cielo.
Y, a la par que desde la placidez del Tabor contemplamos los otros montes, se nos asusta el corazón, porque a nosotros, como a Pedro, Santiago y Juan nos cuesta comprender “qué sea eso de resucitar de entre los muertos”.
Así que, pienso que el día que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan al Tabor, lo que en realidad hizo fue transformarles en lo que también nosotros nos convertimos con la aventura de cada día: en ser viajeros de la eternidad.
A partir de ese momento cada uno de los tres fue comprendiendo que para ser diestro en el manejo de la nave de la propia vida, de los vientos que la azuzan y de los puertos en los que atracar Jesús, el Hijo de Dios, podía tener mucho que sugerir.
Es la historia de cada uno, desde el origen de los tiempos.
Así lo deseaba transmitir quien escribió el libro del Génesis cuando dice
Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó
En la práctica es permitir que crezca la conciencia de que somos humanos, nacidos en la tierra con vocación de ser eternos.
Pienso que el texto de hoy desea que sepamos que esa vocación es la finalidad de nuestro viaje como personas y que, en el fondo, las experiencias que cada día vivimos, nos lo permiten entrever.
Pero, como sucede con los viajes en el espacio que necesitan saber bien los detalles del destino, nuestra dificultad radica en nuestra ignorancia de cómo es eso que llamamos “la eternidad”.
El texto del evangelio de hoy nos da algunas pistas que nos sirven de cuaderno de bitácora en ese fabuloso viaje:
– Dios te respeta siempre. No invade la vida de nadie. Con el corazón de madre y de padre desea y espera que lo aceptes.
– Dios se comunica contigo, sí. Siempre a través de los ojos, del corazón y de la sonrisa; del dolor y de las necesidades que sufren las personas.
– Así que aceptar a Dios es un reto. Es entrar en diálogo con… otra persona.
– En ese diálogo, él juega en casa porque como padre, como madre te conoce bien. Y te trampea.
– Si aceptar a Dios es reconocer al otro, lo inverso también vale: aceptar al otro es entrar en diálogo con Dios
– El diálogo con Dios siempre lleva a una amistad realmente intensa.
¿En qué consiste la trampa que esconde esta relación con el otro/Dios? en que Él está dispuesto a dejarse crucificar por quien ama.
Qué curioso: eso es, exactamente, el recuerdo que pervive en nuestro corazón al pensar en cada madre, y lo que hace de ella el ser eterno que nos anima a vivir y saborear la vida como viajeros de la eternidad.