Vainilla, limón y menta
Juan 6, 51-58
Por José Ramón Ruiz Villamor – Sacerdote (miembro de Congregación de San José)
A menudo me piden que les cuente qué se celebra exactamente en la fiesta del Corpus. La respuesta no es fácil si se desea que sea sencilla y vivida. Cuando, además, quien pregunta, antes te hace saber que no es creyente, entonces la respuesta no es complicada, es una aventura, un reto que te obliga a mirar en lo hondo cómo se entrevera el corazón de Dios con el de uno mismo y encontrar lo más auténticamente humano que haga emerger el aroma de lo divino.
Hablando de lo sencillo y lo auténtico, recuerdo mi primera paella. Por aquel entonces aunque no era ni siquiera un cocinillas, deseaba encontrar el truco del arroz. Así que elegí los ingredientes más sencillos: en la paila un chorretón de aceite de oliva y unas anillas de calamar. Cuando estaban como para un bocadillo añadí el agua y, cuando arrancó a hervir, el arroz; al rato, cuando el agua comenzaba a menguar se me ocurrió incorporar unas hojas frescas de menta. Apagué a los veinte minutos clavados, lo tapé y cuando al rato, abrí en la mesa ese mi primer arroz, el aroma a menta que desprendió y el sabor de la paella transformó una comida de diario en una fiesta compartida.
Sé, como tú sabes, que la aventura de buscar la esencia de lo sencillo y, aún con esfuerzo, expresar con ello la ilusión que se siente es camino de felicidad. Por eso te anticipo que el día del Corpus se celebra una fiesta por ti. Sí, celebramos tu fiesta. Hoy te celebramos a ti.
¿Te extrañas? No te sorprendas. Pienso que la realidad sea esa.
También a mí, como a ti, me gustaría tener una varita mágica y poder arreglar las dudas y los problemas de un plumazo. Pero…
Deja que le añada a esto una sonrisa y que te cuente una anécdota. Siendo jovencito, algunos veranos trabajaba en un obrador de pastelería. Un día ocurrió que entró un matrimonio para encargar unas tartas. En ese momento un compañero, viejo lobo del obrador, se disponía a aderezar la crema pastelera, recién hecha al estilo de antes, con un toque de vainilla. A la mujer le entró la curiosidad, “¿qué es eso?”, preguntó, “vainilla concentrada” respondió mi compañero. Inmediatamente quisieron probarla. La escena era realmente simpática. Dejé un momento lo que estaba haciendo para no perderme la reacción de felicidad en sus caras. Mi compañero les informó de que al ser concentrada había que coger poco, con mojar un poco la yema del dedo era suficiente; y les enseño cómo hacerlo. Cuando el marido mojó ligeramente su dedo índice, tocó la vainilla concentrada y seguido la apoyó en su lengua, la escena se volvió dramática. Su reacción fue como cuando algo se nos atraganta. En lugar de la esperada expresión de felicidad el pobre tuvo un rato de apuro y mal trago. A pesar de llevar tiempo allí no había intentado probar la vainilla concentrada. Así que en ese momento supe por qué se debe diluir mucho la vainilla para poder saborearla, porque cuando es concentrada su sabor es talmente intenso que el cuerpo lo rechaza.
Creo que ambos sabemos que la vida no nos hace más felices porque me empeñe en abreviar los tiempos (aunque con la inmediatez de los whatshapp nos empeñemos en insistir en lo contrario), o porque cada mañana me levante con la ilusión de beberla a borbotones y de encontrar la tranquilidad. En esos casos, casi siempre, nos decepciona el contraste entre lo que esperamos y lo que realmente tenemos de la vida. Ese contraste es tan habitual que posiblemente llevemos en nuestro cuerpo y en nuestro carácter marcas de ello”.
No deseo que te centres en esa experiencia, esa que viene de lo que llamamos fracasos, desengaños, desesperes y malos recuerdos.
Te propongo que pienses en el mundo de las decisiones que gustan, que te hacen sonreír que se comportan como cuando añadimos la dosis adecuada de vainilla, la hoja de menta fresca o la ralladura de limón.
Me gustaría que tuvieses en cuenta especialmente esas elecciones, que al tomarlas, han supuesto en ti renuncias. Aunque, en el fondo, sabes que cualquier decisión por pequeña que sea lleva aparejada renuncias. Así, si me permites poner algún ejemplo con un poco de humor: mejorar la salud o la apariencia es plantearse qué hacer con el chocolate; había un médico que decía “no conozco a nadie que se haya empachado con jamón”; enamorarse intensamente de alguien comporta renunciar a enamorarse del mismo modo de otras personas. En el fondo esas renuncias no son problemáticas porque se da más importancia al valor de la opción escogida. Eso es tan cierto que desde pequeños hemos ido aprendiendo que en la vida es bueno saber elegir, aunque para ello tengamos que hacer “sacrificios”. Siempre es más fácil elegir cuando deseamos mucho más lo que elegimos que lo que abandonamos. Y cuando lo hacemos así recuperamos el auténtico significado de la palabra sacrificio (del latín sacro=sagrado y facere=hacer); porque convertimos esa realidad que estamos viviendo en algo sagrado. Recuerdo cuando rompíamos la hucha para comprar algo sencillo, pero muy pensado, para regalar; esas monedas que representaban el fruto de unos cuantos sacrificios, daban mucho valor a ese pequeño obsequio y a la persona que lo recibiría.
Por eso te propongo que pienses en ese mundo de vivencias en los que sabes de antemano que te va a tocar pagar de persona. No me refiero a las que te llegan de sorpresa, como la anécdota de la vainilla, y te defraudan y decepcionan. Me refiero más bien a esas vivencias que, antes de decidir realizarlas o aceptarlas, sabes te van a suponer un coste, un sacrificio y, aún con ello, decides vivirlas poniendo en ello tu querer y tu esfuerzo porque con ellas vas ir llenando la hucha de los que amas. Con ello, deseo enfatizar la infinidad de detalles con los que consigues que la vida de esas personas tenga calidad y felicidad. Esos detalles salen de ti y, con el tiempo, llenan tus quehaceres y tus afanes hasta tal punto que terminan siendo importantes e imprescindibles en la vida de las personas que amas. Así me imagino lo que haces cuando, para preparar la celebración de un cumpleaños, decides hornear un bizcocho aromatizado con ralladura de limón; o cuando trasmites a tu hijo o a la persona amiga esas palabras creadoras y luminosas que destruyen sus miedos y dudas. Te imagino, incluso, sonriendo mientras añades unas hojas de menta fresca como ingrediente a la salsa pesto o al yogurt griego, o sencillamente cortas una rama y la pones en un jarroncito con agua para que alegre el ambiente, o con un poco de limón y aceite de oliva creas un rico aderezo de ensalada, o cómo le añades una pizca de vainilla a las natillas caseras. Son solo unos pequeños ejemplos de detalles.
Sitúate ahí, por favor; en la mesa compartida con las personas a las que dedicas tus sueños; contempla la sonrisa con sabor a vainilla dibujada en su semblante y en su alma porque saben que alguien les quiere; observa el gesto de tu hijo cuando te roba un beso con sabor a limón; siéntate también tu a esa mesa aromatizada con tus regalos de cariño y tus palabras que generan vida. Contempla su vida y, con serenidad, también la tuya. Observa que en esa misma mesa, gracias a tu empeño y buen hacer, se ha añadido un Invitado que ha traído el pan fresco y el vino de la alegría. Y mientras respiras hondo, deja que resuenen en tu corazón el aroma de las palabras que el Invitado te trasmite: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo.
Esta fiesta, es tu fiesta porque eres tú quien invita a ella; porque tú eres la hucha, tú eres el regalo, que ayuda a hacer realidad los sueños de quien comparte contigo la vida y es feliz porque sabe que hay alguien que la quiere y valora. Porque al invitar a Jesús a la mesa y compartir con él la familia sabes que Él aporta el Pan de Vida, y tu ser cree que el que come este pan vivirá para siempre; y eso te ayuda a vivir en la autenticidad, y a transformar cada mañana en un hermoso canto a la vida.
Así, cada domingo, decides ir a la Eucaristía y pedirle al Señor de la Vida que al compartir contigo el Pan de nuestro sudor y el símbolo de nuestro trabajo, ilumine los quehaceres de cada día, y le ruegas también que por duros que sean Le sintamos siempre presente en la vida; y cuando el sacerdote ofrece el Vino, que sus palabras transformarán en la Sangre que da la Vida en plenitud, le pides que la felicidad que quieres para tu hogar reavive cada mañana en el corazón de cada uno.
Por eso cuando vuelves al hogar, quien tiene la dicha de compartir la vida contigo recibe, a través de ti, los aromas que hacen reconocer el cariño de Dios. De ese modo, sencillo y misterioso, consigues que cada persona vaya descubriendo que tiene un valor enorme para ti y para Dios y que son auténticas las palabras de Jesús: como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Solo me queda, unirme contigo a la oración del Sacerdote y, con sencillez y agradecimiento, decir:
“Te ofrezco, Señor, esta mesa compartida: es don de tu alegría y símbolo de amor. Que los pequeños detalles de cada día den vida y calor a nuestro hogar. Acéptala como señal de nuestro amor.
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