“Tengo el alma hecha colores”
Lucas 1, 39-45
Por José Ramón Ruiz Villamor Sacerdote
En una maravillosa y solitaria montaña, un día cualquiera de hace 2.000 años, dos sencillas mujeres, una de avanzada edad y otra aún muchacha, embarazadas las dos, protagonizan un encuentro tan sorprendente como apasionante.
El evangelista describe a dos mujeres radiantes de esperanza, que ansían encontrarse y contarse cómo y por qué Dios se ha enamorado de ellas.
Isabel, la que todos llamaban estéril, rebosa de gozo, se siente bendecida a su avanzada edad; ya va por el sexto mes de una maternidad inesperada y feliz.
María, la llena de gracia, lleva en su vientre el “proyecto Dios” para la humanidad. Y ella se ha enamorado de él.
En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
El encuentro rezuma bienaventuranza, sencillez, acogida, sabor a hogar, alegría, esperanza, cariño, felicidad.
Todo el relato es una filigrana de empatía, una comunicación que entrelaza el alma con el lenguaje del cuerpo.
Isabel tira de su prima como un imán y María impulsa sus andares espontáneos con la pasión por encontrarla.
Por eso María recorre aprisa los 150 km que separan Nazaret hasta la montaña de Judá, muy cerquita de Jerusalén. A prisa, rápida, sin pensar demasiado, sin meditar razones. Con la esperanza en las entrañas.
Y cuando llega, Lucas describe el saludo de María a su prima como la mañana luminosa que ilumina el escondrijo en el que se ha recluido Isabel. Y es que el mismo evangelista, un poco antes, nos cuenta cómo Isabel había estado sin salir de casa cinco meses, diciendo: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor, cuando se ha fijado en mí para quitar mi oprobio ante la gente».
Al oír el imprevisto y deseado saludo de María, Isabel siente que se libera del “oprobio” que ha atenazado su vida y su corazón. Y en su seno, ese seno materno que es el primer hogar y la primera “escuela” hecha de escucha y de contacto corpóreo, el niño vive lo que la madre siente. Y se sobresalta, porque es ahí, en las entrañas de la madre, donde nos familiarizarnos con el mundo en un ambiente protegido y con el sonido del palpitar del alma de la mamá.
Así la fina sensibilidad del evangelista narra cómo Isabel, ya sin miedos, sintiéndose bendecida, levanta la voz y exclama: ¡Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!
Es la expresión de quien sabe que la Navidad siempre llega y transforma la rama seca en planta fértil.
Encuentro en la figura de Isabel el paradigma de toda persona que cada día renueva su fe y la comparte; de quien como ella, aún tocada por las consecuencias de la esterilidad, cree que sus sueños son realizables; de quien, en la sencillez espera abrazar y estrechar el mismo proyecto que abrazó María y que alimenta su fe; de cada cobarde de corazón que sintiéndose liberado grita:
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Y también:
«Bienaventurada tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
Ese «Señor» a quien Isabel se dirige, con la certeza de los seis meses de embarazo, es el Jesús que, recién concebido, trae María en su seno.
Lo curioso es que Isabel usa exactamente la misma palabra, el mismo título divino, que los primeros cristianos cuarenta años más tarde, utilizarán para manifestar su fe en Jesús «el resucitado»
Así este texto es la primera manifestación de fe en el Jesús que hace parte de nuestra historia.
Es un credo hecho vida en el que María e Isabel se apoyan, se abrazan y estrechan el mismo proyecto: Jesús.
Por eso, Isabel somos tú y yo. Y es que cada día vivimos la misma inquietud y vacilación que Eva recogió con el fruto que da la libertad.
Aquella capacidad que Eva eligió de andar la senda de la ciencia del bien y del mal nos lleva a que cada día necesitemos apuntalar y alimentar nuestra fe.
María que lo sabe, dice sí al Ángel y se pone aprisa en camino hacia este encuentro que sorprende y apasiona.
Y así, con espontanea sencillez, vive la desnudez que implica ir al encuentro de la otra persona; la ilusión de ser portadora de Vida; la pasión por alimentar a la persona que recibe su saludo, con la Vida que borbota en ella misma.
Así, vivir la Navidad te propone ser Isabel,
ponerte en camino al encuentro del «Niño»,
reconocer en Él al «Dios» que te regenera
y dejarte abrazar por el «Señor» que te resucita.
¡Feliz Navidad!