¿De qué color son los ojos de Dios?
Lucas 3,10-18
Por José Ramón Ruiz Villamor Sacerdote (miembro de CSJ)
La navidad nos empuja a ser mejores.
Cada año, realmente, lo vamos consiguiendo.
¿La receta?, mucho tesón aderezado de unos cuantos momentos felices y otros intensamente felices.
Y en al afán por mejorar la receta nos preguntamos cómo conseguir que los momentos felices se transformen en un “estado de felicidad”.
Eso es lo que se propone el Evangelio de este domingo:
En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: «¿Entonces, qué debemos hacer?».
Él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?».
Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?».
Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.
El ingrediente maravilloso que este trozo de evangelio propone para mejorar la receta se llama “alegría”.
Te aviso que saber usar este ingrediente tiene truco. Ya lo sugería Saint-Exupéry cuando escribía en El Principito “lo esencial es invisible a los ojos”.
También tú, como yo, sabemos que lo que llamamos alegría no es un estado de regocijo constante. Sino, más bien, una actitud armónica y equilibrada frente a la realidad, que se consigue al cultivar la paz interior junto con una buena disposición ante la vida.
La alegría está al alcance de cada uno; crece en nuestro interior.
Y desde el momento que se empieza a construirla, aunque te cueste creerlo, no se pierde.
Para ello, este evangelio propone usar dos ingredientes:
El primero es “vivir la austeridad”. Me encanta como expresa esta actitud la monja budista Venerable Damcho: “Si tengo una cabeza, ¿para qué quiero cinco gorros?”. Y es que en nuestra vida tendemos a ser demasiado complejos.
¡Qué bueno es tener la valentía de simplificar la vida y saber dedicarle tiempo a lo que merece la pena!
El otro ingrediente lo obtienes el día que puedes responder a la pregunta “¿De qué color son los ojos de Dios?”
Sabemos bien de qué color están pintados los ojos de las personas que amamos, de los propios hijos.
La propuesta, hoy, es atreverse a mirar a los ojos de la pobreza. Esos ojos henchidos de espera y de esperanza.
Es cultivar la sabiduría de reconocer que en ellos, como ocurre al contemplar los ojos de tu propio hijo, de tu amada hija, que la humanidad siempre esconde, entretejida, la divinidad de Dios.
Es dejar que la misericordia borbote de tu ser y agradecer el regalo de su presencia.
Y recordar el color de su mirada:
Ni recuerdos ni presagios:
sólo presente, cantando.
Ni silencio, ni palabras:
tu voz, sólo, sólo, hablándome.
Ni manos ni labios:
tan solo dos cuerpos,
a lo lejos, separados.
Ni luz ni tiniebla,
ni ojos ni mirada:
visión, la visión del alma.
Y por fin, por fin,
ni goce ni pena,
ni cielo ni tierra,
ni arriba ni abajo,
ni vida ni muerte, nada
sólo el amor, sólo amando.